Conocí a Rosa, la loca de las muletas, un día Martes, a eso de las 4.
Recuerdo que andaba, con paso difícil, a través de la oruga del Transantiago
y cayó al suelo, frente a todos nosotros, pasajeros; unos mirando indiferentes, otros durmiendo. Otros de nosotros no logramos reaccionar a tiempo.
Ella tenía un vestido sucio y deshilachado, testigo de muchos años de calles.
Tenía el pelo rubio y sucio, se le estaban formando unas rastas ya.
Un olor entre a heces y a sudor, junto a flores, cubrían su frente.
Luego de recogerla entre varios y sentarla frente a la tercera puerta,
ella dejó caer una de sus muletas. La micro, silenciosa, observaba como
un pasajero se agachaba y la recogía.
Justo antes de recibirla, arrojó la otra: esa fue la gota que rebalsó el vaso.
El resto de los pasajeros la abandonó, explicando en baja voz, mientras bajaban del vehículo
que ella estaba haciendo show, jugando con ellos.
Y quedé solo.
Si tuviera que explicar por qué me quedé, no lo conseguiría: una parte de mí quería irse.
Una parte de mi quería verla sola, con sus muletas, abandonada.
Una parte de mi quería irse de aquella micro, húmeda y caliente, producto de un sol timidamente primaveral.
Pero me quedé
La ayudé con sus muletas mientras la mirada del resto de los pasajeros, los indiferentes, caían como juicios. Ella seguía arrojando las muletas hasta que, en algún momento, hizo contacto ocular pleno y directo conmigo. Desde la profundidad de sus ojos verdes me atravesó. Corrió un escalofrío por mi espalda mientras, con una voz serena y a la vez acelerada, me preguntó mi nombre. Ella me respondió con el suyo, Rosa, y si podría darle una pulsera, algo para acordarse de mi. Desde aquellas lagunas profundas se asomó un deseo muy profundo.
Caminé a mi casa, lleno de dudas y con la urgencia de escribir.
Caminé a mi casa con un agujero en el corazón, desgarrado de adentro.
Caminé a mi casa con una pulsera menos.